"IGNÍFUGO" por Dani Domínguez
Nuestro habitual colaborador nos ha deleitado este mes con toda una oda a la cultura poblanchina.
Rubén Molano
Lunes, 12 de junio 2017, 19:08
El rojo es el color que domina. No es un rojo bonito además. Es como un campo de amapolas visto desde arriba. Pero es frío cuando está vacío. Completamente simétrico. Desentonan esas ventanas que parece que están torcidas. Las persianas siempre bajadas no dejan entrever que hay fuera. Qué ocultan, qué guardan. Qué esconden incluso.
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El negro es el segundo color con más presencia. Un negro que pinta paredes. Negro desgastado que deja aparecer ese blanco tan sucio. El negro de la tarima, de los bordes de las sillas, de los reposabrazos. Negro y rojo combinados que no le otorgan ningún tipo de majestuosidad. Y es que no busca ser regio, sino más bien lo contrario: sencillo, modesto
Cercano y casi palpable. Como si una vez estás sentado en tu silla, digamos la número 23, pudieses tocar a los de arriba. Ver las imperfecciones de su cara, el color verdadero de su pelo que aflora desde las raíces sin pedir permiso porque se sabe dueño de aquello. La pisada de unos zapatos desgastados en el interior donde puedes ver perfectamente como se dobla el tobillo.
Mirar al frente es mirar en negro. Mirar al lugar donde casi cada día alguien pisa. Algunos más fuerte, otros de forma más suave, como flotando entre luces blancas amarillas, rojas, azules Luces controladas desde el punto más lejano del lugar. Y un lugar y otro, en esa franja de sillas rojas, personas. Gente de edades muy diversas. Cabellos canosos, cardados, pelos largos, cortos, crestas, rapados Camisas y camisetas. Faldas y pantalones. Zapatos y zapatillas. Cordones desabrochados con poco lustre. Sandalias de piel que brillan a la luz de los focos.
286 personas que aplaudiendo se convierten en una sola. Doscientas ochenta y seis personas que miran al frente, al telón negro. Porque mientras hace presencia el telón rojo nadie le mira, pasa desapercibido. Como si no existiese. Cómo ese prólogo que nadie lee. Como los agradecimientos que solo ocupan páginas y que todos saltan. Porque todos esperan al telón negro.
¡Y por fin se abre! Un taconeo, dos acordes, el tres por cuarto, cinco voces, las seis cuerdas de aquella guitarra, el siete de picas de un mago, ocho claveles detrás de la oreja, nueve o diez actores. Y quién no quiere subirse arriba. No es resistible, casi atrayente.
Y con guitarras y tambores
agitan las calles dormidas
para sacarle los colores
a esta vida que no es vida
Y el público en silencio sobre esas butacas rojas mirando al negro profundo. Un negro que adquiere cada vez más colores, más luz, más risas, más penas. Más música y más teatro. Un teatro trampolín por el que es imposible no pasar. Camino obligado por el que incluso los que han llegado al final quieren volver a pasar.
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Es difícil cerrar un telón con tantos años encima. Un telón que no busca ser regio, sino más bien lo contrario: sencillo, modesto Un telón ni tan siquiera ignífugo, de los que prenden rápido. De los que han sabido llevar esa llama a doscientas ochenta y seis personas cada vez que se abren las puertas de esa Casa de la Cultura.
Y es que Puebla de la Calzada tiene un idilio cultural difícil de explicar.
Porque, ¿qué es teatro? ¿Y tú me lo preguntas?
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